lunes, enero 15, 2007

Ante la estatua de un cristo con los brazos abiertos, un hombre no paraba de hablar. Hacía gestos ampulosos con sus manos, movía la cabeza como un loco. Volví a pasar por esa calle una hora mas tarde y el hombre seguía allí, de rodillas, hablándole a la estatua. No hay caso: las estatuas tienen una paciencia infinita.