Ante la estatua de un cristo con los brazos abiertos, un hombre no paraba de hablar. Hacía gestos ampulosos con sus manos, movía la cabeza como un loco. Volví a pasar por esa calle una hora mas tarde y el hombre seguía allí, de rodillas, hablándole a la estatua. No hay caso: las estatuas tienen una paciencia infinita.